La mayor parte de la mañana
desfiló ante sus ojos negros,
que miraban la lluvia arañar el cristal
y un viento maléfico
que soplaba fuerte y rápido
despeinando el paisaje del día.
Su máquina de escribir
estaba muda como una tumba
y el papel estaba blanco
como piel de vida ausente,
como el lomo de una nube
por el que se deja adivinar el sol.
Tenía que escribir unas palabras
que no encontraba oportunas
y que no dejaban ser escritas
con tinta de lluvia, ni detrás
de una ventana empañada de angustia,
ni encima de una verdad sin ánimo.
Se acercó al teléfono, marcó ocho números
se arrinconó sobre si misma
y dictó, a mi oído, su despedida,
luego cavó un pozo en la tierra blanda
donde enterró la hoja en blanco
y las palabras mudas de aquel octubre gris.
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