Todo se puede descubrir justo ahí,
donde se oculta la molienda del descuido.
En ese rincón o en el sitio tieso de la costumbre, subsiste
aquello capaz de vivir sin morir para siempre si uno las observa.
Entre el cuerpo y el alma se escapa la realidad,
pero entre el alma del cuerpo y el alma
hay un agua densa de calmas,
un agua que atrapa y arropa un espejo sin corazón.
Un agua y un espejo que no hacen sino buscarse,
por intuición, sin conocerse, sin estimarse.
Quedan siempre las imágenes, instantáneas
sólo de apariencias que no pueden ser movimientos,
sino el tono espectral apto para un entierro,
de quien cerró los ojos a la luz y como una hoja
que va y viene, de un rincón a otro, de otro hacia un rincón propio,
tal como la vimos una vez y de nuevo, en vano, la evocamos.
Como se evocan sueños que insisten en vivir
al margen de los sueños, como la piedra inherte
que involuntaria puede existir sin deseos.
Ya se sabe que el contexto no desaparece
por voltearse visionario en el pasado
guardian de la memoria que vuelve como el olvido
a mi mente en llamas y por un instante vuelve
para guiarme a los besos preferidos.
Yo mismo vuelvo para recuperarme
en los aromas y atavíos del amor perdido,
en el regocijo sin sueño,
insomne como la red cerrada de los sentidos,
de un Dios no intervencionista y cada vez más lejano,
que desde no se dónde, que desde no se cómo,
nos abandona y aprendemos que nada tenemos,
que nada hemos perdido y todo no es,
sino sueños ferinos de hojas o plumas fundidas
que desaparecen con el viento.
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