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El señor sea contigo


Prometo que no he estado un martes por la noche en una iglesia. Casi nunca he estado en una, solo alguna que otra vez entré con el objeto de encontrar allí a aquella que por entonces me permitía tocar su manos, besar adolescentemente su boca y poco más, aunque mucho menos, de lo que mi deseo especulaba.

Nunca entendí el objeto de la fé, ni siquiera ahora que persuadido por varios inexplicables me despeño por los acantilados de la razón. Casi con capricho insustentable, casi con desdén, casi sin argumentos, más que le certeza de alguna ingenuidad que preserva una inmadurez necesaria hasta la misma muerte.


Solo soy un hombre desparejo que busca un grito, una manifestación indiscutible del dolor con el que atravieso mis suertes, mis muertes y mis fuertes. Desoigo, descreo, desestimo a la vez que, me involucro cada vez mas cada vez, con lo que desde el fluir interno de mis broncas más procaces procuro, y prometo, y proyecto sobre serias desilusiones y vagas interpretaciones de un pensamiento que llora, que emerge, que me desborda, inexplicable, ignorante, inquieto.


Vago. Vago por las callejuelas de mi casa buscando en los armarios algo que me desarme y que sospecho siempre está tan cerca, que convivo con ello sin percibirlo, sin encontrarlo, sin elucidarlo.

Río. Río mis efluvios y mis gracias, el color inecuánime del desasosiego que cada tanto me deja ciego definitivamente. Exhorto a mi raza, a mi especie, a mis miserias y limitaciones para que jamás y por ningún motivo, alcance una buena razón para inexistir, de una vez por todas.


El tiempo sucede para los que han equivocado el camino, para los que creen haber hallado un norte que no encontraran nuevamente sino sólo en sus creencias, que convertidas en fe, se reducirán a una serie de rituales que nada significan y que solo acortará el tiempo de la mente en un instante de comunidad inútil. El tiempo es solo una estimación que no se cumple. El tiempo son las heridas, sus curas, las cicatrices que atestiguan en la mente igual a todas las mentes y en el alma igual a todas las almas, y en el cuerpo igual a todos los cuerpos y en cada uno, uno igual al otro. Somos una serie de insignificancias, un anticuerpo, el mecanismo de defensa de una fuerza biológica que equivocó su camino. La tierra, madre de todos sus hijos, nos dará una razón y algunos minutos para entenderla y aceptarla o negarla, por única vez y para siempre.


Entonces es verdad que ningún martes, ni otro día, he estado en ninguna iglesia. Aunque ella misma, hoy pueda asegurar, que me besó al decirme: "El señor sea contigo", esa frase ritual que ni siquiera hoy mismo puedo entender, ni sospechar, el significado de tales palabras.

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