Recorrí el pueblo de mi adolescencia
con la mirada inyectada de islas
de sauces y de un río que no ríe
y de calles calladas en la prisa de la siesta.
Era enero de verano penetrante
y el sol que partía la tierra
craquelaba el patio de la casa
sin refugio para un perro de lengua interminable.
La espesura del aire se cortaba
con los chillidos de unos niños vecinos
que se empeñaban en eludir tardíamente
el chorro de agua de una manguera serpenteante.
Laura dormía sus magias eróticas
meciéndose en una hamaca a la sombra
de un paraíso que apenas la salvaba
de un infierno de cuarenta y dos grados.
Me detuve frente a ella para mirarla
conté las cuentas de mis celos y mi sudor,
saboreé la saliva de mi sed insaciable
y caminé hasta la estación del Mitre.
Me subí al tren sin boleto de ida o vuelta
para sentarme junto a una gorda sofocada
que sostenía un pañuelo hace tiempo
empapado por gotas anteriores a las de su frente.
Padecí varios veranos con eneros
de soles polvorientos y sombras de nada,
abandoné a muchas Lauras de siestas infernales
y no logré quitarme éste calor, ni éste hastío.
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