Salí apenas atardeciendo el sábado,
para encontrarme con una colorada
de tetas rosas y grandes como
toda la pantalla de mi computadora.
Al menos así se veían en el eme-ese-ene.
Al llegar al bar que chorreaba soledades,
noté que la colorada era enorme como mi desconsideración,
por lo que me permití seguir de largo,
desandando la vereda contaminada de baldosas flojas
e imaginando a la colorada esperándome hasta la impaciencia.
La noche me sabe a desgano
entrando en la cuenta de los libros que no he leído,
pensando en los besos sin destino que se me antojan,
hurgando entre las caras que escupe la noche,
dimensionando el fracaso expreso en mis bolsillos,
ensayando seducciones tímidas en el vacío,
alterando la última razón de mis tardanzas,
repasando la lista de los que no visitaría,
ignorando la lista de los que no me recibirían,
conformándome con nada menos.
Como siempre, terminé perdido
en las periferias de una noche
que se anunció como rebaño de diversiones
pero que me devolvió alejado del motivo y
por calles viejas que seguro nacieron viejas,
que se empeñaban en reflejarme según
las formas en que debo devorarme la vida
para que la infelicidad que destila el asfalto
termine también emborrachando y malogrando
las noches de mis últimos fastidios.
Vuelvo a mi casa con olor a encierro,
paseo a mi perro unas cuatro meadas al barrio,
me preparo unos mates largos y dulces,
ojeo el diario de hace un tiempo lluvioso
y violento y turístico y espectacular y clasificado,
y ya casi vencido por el sueño demorado en el desgano,
suena el teléfono unas cuantas veces
hasta que atiendo, para dormirme escuchando
a la colorada que lloraba y me puteaba y me pedía
que le dé una explicación, que no me venía en ganas.
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